Estoy de mudanza! Bueno, ya he terminado el traslado propiamente dicho: el hacer cajas y cajas, llenarlas con todos los pedazitos de tu vida y acarrearlos de un piso a otro. Ahora todas estas cajas están apiladas aquí y allá como grandes piezas de lego marrón.
Inevitablemente, antes o después durante la mudanza, llega el momento en que te planteas que eso que estás viendo, todo eso que estás llevando de un lado para otro, es un inventario de tu vida. Un inventario quen o es estrictamente materialista; es mucho más que un simple compendio de posesiones. ¿Cómo si no explicas que guardes una flor de plástico azul que hasta tú mismo consideras que es horrible? ¿Porqué guardas una cinta de vídeo con una grabación de Cyrano de Bergerac que nunca más podrás ver? Durante la mudanza te das cuenta de que todas esas pequeñas cosas que arrastras y que eres incapaz de tirar son un trocito de tu vida: una foto sin imagen en la que quedó plasmado ese pasado que se nos escapa.
Pero estas cajas que me rodean, además de mi pasado, contienen mi presente. Con el inconveniente, claro, de que éste se encuentra repartido en 56 bloques opacos apilados unos sobre otros y distribuidos por la casa sin ningún orden particular.
El domingo fue un día especialmente duro. Al cansancio de mover muebles y empaquetar las últimas cosas que quedaban en el piso se sumaba el cansancio de una semana particularmente intensa en el trabajo. Tu vida se encuentra desmembrada y empaquetada. Tu cuerpo chirría por el esfuerzo y la falta de sueño, como una máquina oxidada a la que le falta un poquito de lubricante. Y entonces te das cuenta de que todas esas pequeñas cosas que te rodean son las que definen tu posición en el mundo, las referencias que te orientan en el día a día.
Y cuando más lo necesitas, te das cuentas de que ese libro que te gustaría releer ya no está en el segundo estante del despacho. Porque ya no hay estantería. Ni despacho. El libro sigue estando ahí, junto a tí, en algún sitio. Pero escondido en una caja. Quieres ponerte tus anillos pero no los encuentras. O buscas el cepillo de dientes y el desodorante y pasas horas de un lado a otro, abriendo una caja tras otra, espiándo el contenido, repasando la lista... Sabes que todo lo que buscas está ahí, en algún sitio. Pero, ¿dónde?
Entonces te das cuenta de que las cajas son los ladrillos de una muralla que te separa de tu vida, una pared que te priva de disfrutar de las naderías que constituyen tu cotidianeidad.
Contra el cansancio, contra la falta de sueño, contra el mal rollete feng-shuístico de las cajas bloqueando las corrientes energéticas de la casa (bla, bla, bla), sólo puede interponerse una cosa: la voluntad de derribar este muro que me separa de mi yo extracorpóreo y recuperar el tesoro que se esconde más allá.
Inevitablemente, antes o después durante la mudanza, llega el momento en que te planteas que eso que estás viendo, todo eso que estás llevando de un lado para otro, es un inventario de tu vida. Un inventario quen o es estrictamente materialista; es mucho más que un simple compendio de posesiones. ¿Cómo si no explicas que guardes una flor de plástico azul que hasta tú mismo consideras que es horrible? ¿Porqué guardas una cinta de vídeo con una grabación de Cyrano de Bergerac que nunca más podrás ver? Durante la mudanza te das cuenta de que todas esas pequeñas cosas que arrastras y que eres incapaz de tirar son un trocito de tu vida: una foto sin imagen en la que quedó plasmado ese pasado que se nos escapa.
Pero estas cajas que me rodean, además de mi pasado, contienen mi presente. Con el inconveniente, claro, de que éste se encuentra repartido en 56 bloques opacos apilados unos sobre otros y distribuidos por la casa sin ningún orden particular.
El domingo fue un día especialmente duro. Al cansancio de mover muebles y empaquetar las últimas cosas que quedaban en el piso se sumaba el cansancio de una semana particularmente intensa en el trabajo. Tu vida se encuentra desmembrada y empaquetada. Tu cuerpo chirría por el esfuerzo y la falta de sueño, como una máquina oxidada a la que le falta un poquito de lubricante. Y entonces te das cuenta de que todas esas pequeñas cosas que te rodean son las que definen tu posición en el mundo, las referencias que te orientan en el día a día.
Y cuando más lo necesitas, te das cuentas de que ese libro que te gustaría releer ya no está en el segundo estante del despacho. Porque ya no hay estantería. Ni despacho. El libro sigue estando ahí, junto a tí, en algún sitio. Pero escondido en una caja. Quieres ponerte tus anillos pero no los encuentras. O buscas el cepillo de dientes y el desodorante y pasas horas de un lado a otro, abriendo una caja tras otra, espiándo el contenido, repasando la lista... Sabes que todo lo que buscas está ahí, en algún sitio. Pero, ¿dónde?
Entonces te das cuenta de que las cajas son los ladrillos de una muralla que te separa de tu vida, una pared que te priva de disfrutar de las naderías que constituyen tu cotidianeidad.
Contra el cansancio, contra la falta de sueño, contra el mal rollete feng-shuístico de las cajas bloqueando las corrientes energéticas de la casa (bla, bla, bla), sólo puede interponerse una cosa: la voluntad de derribar este muro que me separa de mi yo extracorpóreo y recuperar el tesoro que se esconde más allá.
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